Es martes y el tiempo no importa aquí. Las agujas no son las del reloj. El tiempo no corre, sopla.
Empezamos el recorrido. Cuando estamos por entrar a una habitación, los médicos nos avisan que a una niña le acaban de hacer un procedimiento doloroso y hasta recién estuvo gritando mucho. Ahora llora. Mucho. Está muy angustiada y enojada. Nos dicen entonces que mejor volvamos dentro de un ratito. Eso hacemos. Seguimos el pasillo. Y avanzamos y retrocedemos cada tanto para ver cuándo es el momento ideal para visitarla. Vamos, volvemos. El pasillo es un laberinto de vaivén. Buscando el momento, el tiempo, el tiempo de ella, a ella.
Finalmente nos dicen que sigue llorando, pero que lo tomemos como un desafío. Sigue enojada y es una buena posibilidad para poner manos a la obra, corazón en las manos.
Mi compañero y yo, desde la antesala, la miramos y el plan se hace en el aire. No hay tiempo de pensar. Los ojos grandes, atentos a ella. No nos quiere mirar. Nos miramos. La miramos. Entonces el juego empieza a suceder, como hilos de un ovillo que se va desenredando.
Una burbuja. Una nota musical. Otra. Una burbuja. Otra. Ella levanta la mirada. Deja de llorar. Mira las burbujas, que desde la antesala piden permiso para entrar a la habitación. La música las sopla, como el tiempo, que aquí quiso detenerse un rato.
Llega la calma. Se van las lágrimas. Ojos y burbujas. Y entonces, como de regalo, ojos y ojos. Miradas. Nos ve. Nos sonríe. La música no se quiere ir. Las burbujas tampoco. Entonces las burbujas más osadas vuelan hasta su cama. Ella las atrapa. Las burbujas se dejan atrapar, como el tiempo. Le pedimos si por favor las puede cuidar. Que nos guarde cada burbuja. Que las vamos a venir a buscar. Sonríe comprometida con la misión y dice que sí, con total convicción. Le agradecemos. Nos vamos con la certeza de que las burbujas han quedado en buenas manos.
Al día siguiente me tocó volver al mismo hospital, con otro compañero. Al llegar a ese sector, la niña de las burbujas estaba de pie, en la puerta de su habitación, esperando. Pícara. Misteriosa. Cuesta reconocerla. Está cambiada. En un solo día. Ayer a hoy es otro tiempo, que corrió como quiso, otra vez. Sus ojos grandes sonríen solos. Sus manos hacen el gesto de invitar. Se tiene algo entre manos.
Le explicamos que luego de lavarnos las manos vamos a ir por las habitaciones y que ya pronto pasaremos a visitarla. Que nos espere. Y eso hace. De pie. Firme junto al marco de la puerta de entrada su habitación. Observa y espera su momento. Paciente pero contentamente ansiosa. Entonces llegamos. Sus manos hacen ese gesto de invitar, de entrar, de bienvenida. Sus manos invitan tanto que aletean. Vuelan. Y nosotros entonces nos subimos al vuelo, al viaje. Esta vez la antesala es solo el paso para ingresar a su habitación. Nos mira. No nos habla pero sus manos y sus ojos hablan por ella. Se le escapan las palabras por las manos.
Entonces nos mira fijo, profundo, contenta. Rebalsa orgullo. Genera un misterio con gran picardía y entonces agarra algo de su mesa de luz. Y lo recubre con sus dedos. Entonces abre sus manos como ventanas: un burbujero. Nuevo. De ella. Su propia máquina de hacer burbujas voladoras que quieren ser cuidadas. Y entonces es ella la que lo destapa. Y así, sin decir nada, una burbuja, otra y otra. Y sonríe. Estas son ahora de ella para nosotros. Para que se las cuidemos. Y eso le prometemos. Y llenamos nuestros bolsillos de burbujas. Y también adentro de los peinados. Y adentro de los guardapolvos.
Nos vamos llenos. Cargados. Repletos de burbujas para cuidar. Una misión sin tiempo. Porque el tiempo, como las burbujas, como los ovillos, como las miradas y como los laberintos, tienen recorridos inesperados.
Dra. Ruda, payasa de hospital de Alegría Intensiva
Hospital de Pediatría Juan P. Garrahan, Buenos Aires, Argentina