Es una mañana como cualquier otra en un hospital. Por los pasillos del área de internación pediátrica van y vienen tazas y platos. Hay movimiento de trapos y baldes. Pasan médicos, enfermeras. Llevan planillas y seriedad.
Somos un payaso y una payasa. Nos detenemos frente a una de las habitaciones. Abrimos la puerta con mucha suavidad. No queremos despertar a nadie. Vemos que la luz del día pinta todo el cuarto a través de la ventana. No están durmiendo. Una toalla blanca cuelga en la pared. Unas pantuflas solitarias esperan en el suelo. Una bandeja de metal sostiene los restos de un desayuno.
La cama, en el centro de la habitación, está vacía.
Contra la pared hay un sillón. Una mamá y una hija están sentadas, cómodas, muy juntas. Parecen un mismo cuerpo. Nos miran. Tienen los ojos húmedos. Una charla, quizás profunda, o un silencio, tal vez prolongado, les llenó de agua los ojos.
– ¿Podemos llorar con ustedes? – digo -. Afuera no nos dejan.
Sonríen las dos al mismo tiempo. Madre e hija. Como tensando los extremos de una misma risa.
De ahí en más tiene lugar una escena disparatada donde los payasos queremos llorar pero no podemos. No tenemos los motivos suficientes para lograrlo. Todo es absurdo. Nada bueno encontramos para llorar.
Hay una extraña belleza en esa mezcla de lágrimas y risa que vimos mientras actuamos en esa habitación de hospital. Cuando risa y llanto coinciden sacan a flote las profundidades de la vida. Algo así como cuando llueve con sol. A la lluvia la asociamos con las nubes. Al sol con un cielo despejado y seco. Pero cuando llueve con sol, lo extraño irrumpe. Y a veces el regalo es el arcoíris.
¿Qué se puede hacer frente al dolor y el miedo? Se los puede sentir. Se los puede ver. Y también se puede jugar con ellos y ver de qué están hechos.
Los payasos sabemos que están hechos de presente, de instantes. Sabemos que están hechos de lo mismo que están hechas las alegrías que hubo antes y las que con certeza vendrán después.
Dr. Aerosmith (Hernán Salcedo)