Un día especial, como cada día que vamos a algún hospital a regalar sonrisas. Regalos boomerang, porque van y vuelven. Hermosos, recargados, reciclados, multiplicados, transformados. Como lo que sucedió con Francesca, la princesa de mirada atenta.
La Dra. Estela y yo -la Dra. Nivea Pons- estábamos jugando junto a una de las camas de hemato-oncología pediátrica del Hospital de Niños Sor María Ludovica de La Plata, con Ludmila. Imaginábamos que estábamos las tres juntas tomando sol en la playa. La playa Ludmila, la mejor de todas.
De repente sentí que alguien me agarraba la mano por detrás. Nos dimos vuelta y había una niña de mirada atenta, curiosa, amorosa, con un hermoso pelo castaño y su cara cubierta con un barbijo celeste. Sólo nos miraba. Tenía unos seis años. Con Estela nos agachamos para contarle, en secreto, que estábamos en la playa. Pasamos a ser cuatro, todas tomando sol en la playa. Francesca -así se llamaba- quiso una foto. Vino la mamá a sacar la foto, y ella nos agradeció y se fue.
Seguimos con nuestro recorrido, cama por cama, y atravesamos reinos, conocimos al dueño de las pantallas, a la familia mágica, a Mía y la chanchita despierta, hasta que en una de las camas reconocimos una mirada atenta, curiosa, amorosa. ¡Era ella! Al principio Francesca estaba irreconocible -ya no tenía su barbijo y le veíamos todo el rostro- pero su mirada era inconfundible.
– ¡Nosotras nos sacamos una foto! –, dijo. El papá miraba desconcertado.
– ¡Sí, en la playa! Hace un ratito –, respondimos. El papá reía.
– Pero es un secreto – agregó la Dra. Estela –, no digas nada.
Francesca sonrió. De pronto éramos las tres cómplices de nuestro rincón en la playa y de aquella foto imaginaria en la que quedamos congeladas para siempre en la memoria.
Pero, por si fuera poco, esto no terminó ahí. Intenté retener sus inaguantables ganas de contarle al mundo que nosotras tres estuvimos en la playa, nos sacamos una foto, y éramos íntimas amigas, y cuando estuve a punto de romper el pacto de silencio…
– ¡No digas nada, no digas nada! –, interrumpió la Dra. Estela. Y Francesca rió a carcajadas.
Yo aguantaba una vez más, y cuando estaba a punto de decir ¡No digas nada, no digas nada! las carcajadas resonaban cada vez con más fuerza. Unas carcajadas hermosas como ella, como su mirada, como su pelo castaño. Unas carcajadas que teñían el hospital por un ratito de un color bellísimo, indefinible, indescriptible con palabras -como todo este relato, como todo lo que sucede en las mañanas de hospital de Alegría Intensiva- un color nuevo que esa vez descubrimos, un color de niña curiosa, atenta, hermosa, llenándonos a todos de su risa, de su sonora carcajada de Francesca contenta, riendo con sus padres, con nosotras, con las camas vecinas.
Al rato estábamos jugando con Delfi y Franco. Eran jurados de un concurso de baile. Estábamos en el medio del baile cuando volvió a aparecer, casi mágicamente, Francesca:
– ¿Quieren una masita?
Con la Dra. Estela nos quedamos maravilladas. No alcanzó con que nos regalara su mirada, su sonrisa, su juego, sus carcajadas. Además quería regalarnos una masita.
– Son masitas secas, ¿quieren?
Con Estela nos miramos y juntas dijimos:
– ¡Una! Pero después la pasamos a buscar, ¿dale? ¡Porque ahora tenemos que ganar el concurso de baile!
Francesca aceptó, contenta, y volvió a su lugar a esperarnos. Cuando estábamos a punto de terminar nuestro baile, reapareció para terminar de dejarnos azoradas. Me miró y formó con los dedos algo que parecía un círculo. Volví a mirar y vi que no era un círculo, tenía una pequeña curva en el medio y una puntita abajo: era un corazón. Un corazón que Francesca formó con las manos para regalarnos. Un corazón hermoso como ella. Con Estela armamos corazones con las manos y nos miramos a través de los huecos que se formaron. Nos miramos a través de nuestros corazones. Eran ellos los que miraban por nosotras.
Se acercó el papá a sacarnos una foto: las tres, con nuestros corazones, mirándonos. Así, quedó una nueva foto grabada en nuestra memoria.
– ¡Uy, esos corazones laten! –, dijo el papá.
Nos miramos y los corazones empezaron a latir. Los que formamos con las manos y los que tenemos adentro nuestro. Todos latiendo, llenos de vida. Una vida que arde con ganas.
Nos fuimos despidiendo, y a lo lejos escuchamos una vocecita -la de Francesca: la niña de ojos atentos, la amorosa, la hermosa, la de los corazones que laten- que dijo, señalando con la mirada el corazón que aún formaba con sus dedos:
– ¿Viste, papi? ¡Antes no me salía!
Y salimos de la sala, con los corazones a punto de revolotear, renovados de tanto latir, juntos y con tanta fuerza.
Dra. Nivea Pons (Lucía Shaab), junto a la Dra. Estela Tarde (Erika Veliz)
Hospital de Niños Sor María Ludovica de La Plata