Una mañana, mientras los payasos caminábamos por el Hospital Garrahan de una sala de espera a otra para seguir con nuestra rutina, comenzamos a escuchar un llanto fuerte y sostenido.
Al principio, como otros estímulos que se presentan durante nuestros traslados, no nos llamó demasiado la atención: no era la primera vez que escuchábamos un llanto en el hospital. Pero luego, cuando nos aceramos a una de las rampas que conecta las salas, vemos una nena de unos 14 años sentada en el piso, acompañada por una mujer. La nena lloraba incansable y sin pausas mientras se retorcía en el piso, la mujer solo se remitía a susurrarle una especie de frase para consolarla pero sin tener demasiado éxito.
Parecía imposible hacer algún comentario o una broma que pudiera ser visto u oído por la nena, dada la intensidad de su llanto y su posición en el suelo. Pero una de las payasas dio el primer paso. Se tiró en el piso a su lado y enseguida los otros cuatro la imitamos. La escena empezó a modificarse. La nena seguía llorando pero nosotros en voz alta comenzamos a darle sentido a nuestra estadía en el piso. En unos minutos estábamos en la playa descansado, tomando sol, nos pasábamos los tragos largos, nos dormíamos y soñábamos sueños delirantes en voz alta, nos íbamos asociando, nos usábamos de apoya cabeza. Todo desde el piso y casi sin mirarnos.
Semejante despliegue no pudo evitar que se formara una gran ronda a nuestro alrededor. Como en las salas de espera, como en la calle o en el circo.
Al rato, la nena dejó de llorar y se incorporó levemente. Después del intercambio de algunas miradas cómplices, los payasos seguimos nuestra rutina de improvisaciones.
Estuvimos allí varios minutos, se juntó aún más gente y seguimos jugando. Al finalizar, advertimos que ni la nena ni su acompañante estaban más allí.
Continuamos nuestro camino como seguramente lo hicieron las dos musas inspiradoras de esa mañana que, llorando y susurrando, nos convocaron a trabajar y después, declinando a su llanto y consuelo, desaparecieron entre la multitud.